POR GRACIÁN DE HERRERA
La condesa de Poenari, Andreea Diaconu, trae en la sangre el secreto de la vida, en la danza en los manantiales del conocimiento, del amor y la eternidad; los tres sonidos armónicos, desde el nacimiento en lo alto de las montañas hasta llegar a los ahogados susurros de las profundidades indómitas de la mar.
Descendiente de emperadores rumanos, Andrea tiene el aura que retumba al llamado de la guerra. La misma convicción de sus antecesores y el mismo espíritu de justicia divina de su heráldica: Misericordia, en el concepto más puro de la benevolencia, del amor al prójimo y punto culminante de la esperanza humana.
Andrea es un ángel que porta la espada del honor y la justicia, pocos la conocen personalmente y quienes han tenido ese privilegio nunca más vuelven a ser los mismos. Muchos creen que es una mujer frágil como el papel arroz o un artilugio de la gimnasia artística. En realidad tiene la fuerza de una leona en plena cacería, la velocidad de una yegua pura sangre y el encanto de una cobra.
En la luz del día, la condesa rumana asciende 1,500 pasos para llegar a su castillo, tres veces abandonado a lo largo de 800 años. Desde la altura de los montes Cárpatos meridionales, ella disfruta observar el ocaso en uno de los afluentes del río Danubio y dictar sus memorias a escritores que tratan de conquistarla con lisonjas.
Mientras el sol se oculta y las paredes palidecen bajo la luz de las velas, Andrea se transforma de una rosa vital a una pálida mortaja. Sus labios son fríos y su mirada inquisitiva son parte del corazón partido en dos. La mitad es el deseo y la otra adentrarse a lo desconocido.
Bajo los influjos de Baja California Sur, en un oasis, Andreea se reencontró con la sangre de su sangre. El sabor de la vid tuvo su efecto…